Como se comprenderá, después del fracaso de aquel día infortunado, me sentí totalmente derrotada, sin ganas para seguir adelante, sin poder imaginarme qué otra nueva idea podría urdir para lograr sentirme mejor, salir de aquella especie de depresión en la que me estaba dejando caer poco a poco.
Estaba haciendo esfuerzos inimaginables en mí sólo por captar la atención de Mario, algo que, encima, no estaba consiguiendo. El grado de insatisfacción personal por mi actitud crecía al mismo ritmo que la atracción por aquel hombre que cada vez pasaba más de mí, pero por más que intentaba consolarme pensando que no me merecía en absoluto, la verdad se imponía con su peso aplastante para dejarme bien claro que me mereciese o no, a mí lo único que me apetecía era estar a su lado, darle un achuchón, un beso de los de película y todo lo que hiciera falta, algo que por mucho que desease, sólo ocurría en el limitado espacio de mi imaginación.
Sólo de ver a Marta y a Nelson cada mañana, se me ponían los colores en las orejas, y eso que el muchacho fue bien discreto y jamás volvió a mencionar el tema, seguramente, bien aleccionado por ella, que sabía cómo me encontraba.
Pensé que tal vez, debiese abandonar el mundo de la frivolidad y el desparpajo en el que había querido introducirme y en el que, decididamente, yo no encajaba. Tal vez debiera de volver a casa de mis padres, a mi vida de siempre, aunque eso implicase renunciar de forma definitiva a la libertad de movimientos que había ido logrando, y pasar a ostentar el título de solterona que muchos ya me habían asignado.
Sin embargo, la idea no me seducía demasiado, no era fácil acoplarse de nuevo a unos hábitos que había ido perdiendo, a unas costumbres que había cambiado y que ya no echaba de menos. Las visitas a mis padres, pasar un algún fin de semana con ellos o ciertos días de vacaciones estaban fenomenal y lo disfrutaba de verdad, pero volver a vivir allí quedaba descartado.
A pesar de los pesares, me había acostumbrado a trabajar, me había ganado a pulso mi sitio en la oficina demostrando cada día que valía para hacer mi trabajo, y justo, cuando empezaba a dominar un poco la situación no podía pensar en dejarlo todo y dar vuelta atrás. Además, había conocido gente que podía diferenciarse de mí en muchas cosas, pero les había cogido cariño y no quería alejarme de ellos.
-Lo mejor para la “depre” es irse de compras- me decían mis amigas al verme tan apagada.
Otras me aconsejaban unas vacaciones, un cambio de aires, pero yo no tenía ganas de nada, me limitaba a ir de casa al trabajo y del trabajo a casa, sin ánimos de más.
Mario, por su parte, seguía ejerciendo de ligón, más que Mario, parecía Jaime I el Conquistador, pero por incongruente que pueda parecer, a mí, me seguía encandilando. Su diálogo conmigo se limitaba a frases insustanciales, cosas del trabajo o saludos de cortesía, pero a mí, me llegaban al alma, y siempre trataba de ver en ellas una segunda intención, que desde luego, no tenían.
En esos casos, lo mejor que te puede pasar es tener una buena amiga al lado, alguien que te anime, que te levante la moral, y yo, afortunadamente, contaba con Marta, que lo hacía de maravilla.
-¡Ay, Puri! No se te vaya a ocurrir intentar suicidarte o algo así, tienes una cara…
- La verdad, es que con tus ánimos, le dan a una ganas de colgarse de un pino.
-No lo hagas, ningún hombre merece tanto esfuerzo, ya te irás dando cuenta.
Pero no era que yo estuviese así por ningún hombre, era por mí misma, por ver que al final de tanto pelear desde siempre, insistiendo en que cada uno es de una manera y que la vida no tiene por qué ser mejor con los más guapos, no me iba a quedar más remedio que claudicar y reconocer que, efectivamente, vivimos un momento en el cual es tanta la importancia que se le da a la imagen exterior, es tal el culto que hay hacia el cuerpo y el miedo que tenemos a envejecer, que el que no entre en el juego, está perdido.
En un último intento por salir a flote, dándome a mí misma una oportunidad para emerger vencedora en aquella situación, una tarde subí a casa de Marta y sin más le dije:
-¿Vienes conmigo al centro?
-¿Así, de repente? ¿En qué plan se supone que vamos?
-En plan de lo que haga falta.
-Un minuto, que me doy un retoque.
Los “retoques” de Marta duraban cerca de una hora entre que se hacía el arreglo de la fachada y decidía qué ponerse, porque ella, desde luego, antes muerta que discreta. Así que, cuando ya me estaban saliendo telas de araña en las manos de tanto como llevaba esperando, me apareció con un pantalón de los que sólo se podía poner ella, nunca supe cómo haría para quitárselos, porque parecían más bien dibujados en la piel. Por arriba se puso un suéter que realzaba la talla no sé cuántos de delantera que tenía, y una gorra negra que parecía que se la había dejado caer en la cabeza de cualquier manera, pero que estuvo la friolera de media hora delante del espejo hasta que le quedó a su gusto. Se subió a unos zapatos que daban vértigo por los tacones que tenían y se agarró un enorme bolso en el que llevaba de todo, pero nunca encontraba de nada.
-¿Voy bien así? –me preguntó como si importase algo lo que yo opinara.
-Tú vas bien con cualquier cosa- y era verdad, porque aquel atuendo, con la mezcla de estilos que llevaba, no le hubiese quedado bien a nadie más, y sin embargo, en Marta resultaba tan normal.- Vamos a quemar la Visa, chica, hoy no queda títere con cabeza.
Y sin más explicaciones, gozando sólo con la cara de asombro que ponía al verme por fin con la decisión que me había faltado todo aquel tiempo, salimos de casa dispuestas a arrasar.
Empezamos abriendo boca con un par de horas en unos grandes almacenes, lo cual, de por sí, ya es agotador, y ni qué decir tiene, si encima se dedica uno a probarse todo lo que encuentra.
Si de modernizarse se trataba, iban a ver quién era yo cuando decidía cambiar. Se acabarían desde entonces los trajes de chaqueta, las camisas clásicas y los vaqueros impecables. No hacía más de dos días que habíamos cobrado, y yo decidí que aquella tarde iba a darle barra libre a mi tarjeta que debía de estar mohosa por falta de uso.
Y la verdad es que eso de meterse en el probador y estar todo el rato mirando a ver lo que te queda mejor, reconforta mucho, y el truco para no deprimirte más aún cuando ves que la talla cuarenta y cuatro no te vale ni de coña es simplemente coger la cuarenta y ocho y ver que te queda grande. Cuando das con la tuya, te quedas nueva porque ves que siempre hay gente que necesita más tela que tú. También la hay que necesita menos, pero bueno, eso ni comentarlo si de lo que se trata es de levantar la moral.
Marta alucinaba de verme cargar con los vaqueros agujereados de los que tanto había renegado, de verme probar faldas ajustadas por encima de la rodilla o camisas escotadas y atrevidamente transparentes.
No me importaba nada, si había que llamar la atención, lo mejor era hacerlo en condiciones y nada de poco a poco. Estaba deseando ver la cara de Mario cuando me viese entrar al día siguiente en la oficina con aquel cambio de look.
Desde allí nos fuimos a una óptica, ya estaba harta de verme siempre con el mismo color de ojos, así que ni corta ni perezosa entré allí decidida a ponerme unas lentillas color violeta, que me dejasen la mirada como la de la mismísima Liz Taylor.
Me llevó parte de la tarde aprender a colocármelas, pero cuando uno pone empeño no hay nada imposible. El óptico insistió en que no las usase de continuo porque convenía irse adaptando a ellas poco a poco, pero yo me las llevé puestas, era la mejor manera de que al día siguiente estuviese ya bien adaptada, además, parecía que hubiese nacido con ellas, no notaba nada, no me molestaban en absoluto, y me daban un cierto estilo...no sé cómo decir, exótico tal vez.
El siguiente paso fue ir a un salón de belleza. Lo más parecido que conocía era una peluquera, amiga de mi madre, que de vez en cuando calentaba un balde de cera y nos depilaba a medio pueblo, pero yo había ido pocas veces porque cuando se me curaban las quemaduras que me había hecho, ya tenía pelos en las piernas otra vez.
El rótulo ya impresionaba “Salón de belleza Lourdes”, con ese nombre, yo supuse que allí se hacían milagros, y de cualquier manera, nada podía ser peor que la consulta del ginecólogo ¿no? Así, que me fui para dentro arrastrando a Marta conmigo, que cada vez estaba más segura de que aquella tarde me pasaba algo raro.
-Purita ¿tú estás segura de no haberte metido nada para la vena, verdad, guapa?
Me hacía gracia verla tan extrañada, y no me sorprendía, porque, ciertamente, no me conocía ni yo.
-¿No se te habrá ocurrido beber para olvidar? Mira que así no se arregla nada...
No, no había pasado de mi cola-cao de siempre, pero sentía por dentro unas ganas tremendas de gustarme a mí misma, de quererme un poco, porque sin duda, ese era el camino para empezar a gustar a los demás.
El salón de belleza, efectivamente, no fue peor que el ginecólogo, a decir verdad, era lo más diferente que se pueda uno imaginar, sólo tenían en común que tampoco conseguí relajarme, y mira que estaba cansada y me hubiese venido fenomenal descansar un poco, pero no hubo forma, entre los tirones que me daban con la cera y los masajes que eran lo más parecido a una paliza que yo conocía, me dejaron hecha puré.
Después vino la sauna, que ni yo la soportaba y mira que soy friolera, pero es que aquello era exagerado, salí desfallecida, sudorosa y con una cara y un pelo que daban pena.
Cuando me dijeron que sólo faltaba darnos un repaso a la cara, respiré. Claro que para ellos, un repaso no es cualquier cosa, y ya de estar allí, yo me apuntaba a todo lo que me iban diciendo. Me hice una permanente con tinte en las pestañas, porque aquellos ojos violeta necesitaban unos complementos adecuados. Después pasaron al ataque con el “cutis”, que a juzgar por los nombres tan raros que empleaban, me lo debían de estar dejando nuevo.
Primero me pusieron un extracto de líquido amniótico, que no afecta al manto lipídico. La verdad, es que a mí no me preocupaba lo más mínimo si afectaba o no al manto lipídico, y si cualquier otro día me hubiesen hablado de aquellas cochinadas, no hubiese querido saber nada, pero aquel día era especial, y por lo tanto, cuanto más especial fuese todo, mucho mejor.
Después me dieron un tónico a base de colágeno y elastina que no tengo ni idea de para qué serviría, pero que sonaba mucho a anuncio de televisión.No conformes con eso, me aplicaron aceite de rosa mosqueta regeneradora, pues según ellas, tenía la piel muy castigada.
“¡Qué pena!- pensé- debe de ser lo único que tengo castigado”.
Para terminar, bastó con un extracto de levadura purificante y un masaje energético con drenaje linfático para eliminar las toxinas. Ahí es nada, casi hay que hacer un máster para poderlo decir todo seguido.
Cuando por fin, me dejaron mirarme al espejo, me decepcioné tanto que sólo me faltó llorar. A base de tanto abrir y cerrar los poros, con tanta limpieza que me habían hecho y tanta zarandaja, tenía la cara como un tomate, llena de puntitos rojos y medio tumefacta.
-No te preocupes, mañana no se te notará nada- dijo una de las asesinas de caras.
“Más te vale”, pensé, sólo me faltaba que al día siguiente todavía tuviese la cara como si en vez de salir de un salón de belleza, viniese de disputar el premio de los pesos pesados de boxeo.
Conclusión: volvimos a casa hechas polvo, cargadas de bolsas, y encima, yo iba medio camuflada para que nadie me viera la cara de paella valenciana que llevaba. Marta, como ya se lo había hecho más veces, iba menos perjudicada que yo, pero también cansada aunque no dijese nada.
Lo que está claro, es que una tarde de estas, si no sirve para levantarte la moral, cuando menos, te deja tan agotada que no tienes ni fuerzas para pensar en tus problemas, y además, con el sablazo que te han dado en la cuenta corriente, no te quedan ganas de volver a intentarlo muy pronto.
Una vez en casa y ya recuperadas un poco las energías, no me conformé con el propósito de cambio que había demostrado con creces durante toda la tarde, sino que todavía añadí:
-¿Tienes un porro, Marta?
-¿Un porro? No te pases, Puri. Yo creo que para empezar, ya ha sido bastante.
Pero yo me conozco, me cuesta afrontar un cambio, pero cuando me pongo, no paro hasta conseguirlo.
Jamás había probado nada parecido, ni siquiera sabía fumar porque cuando alguna vez, de cría lo había probado, me entraba una tos que me quitaba las ganas de volverlo a intentar, pero estaba claro que aquel día iba a ser mi bautizo también en eso.¿No decían que se sentía uno flotar? Yo había oído que algunos tenían la sensación de estar viajando. ¡Con lo que hacía que no salía yo de viaje! Quería viajar y cuanto más lejos, mejor.
-Bájate también una botellita de whisky- le dije a Marta que flipaba sin porro ni nada.
Además de bajarse todo aquello, se bajó también a Nelson, que el tío, en cuanto que olía a fiesta en el aire, no se perdía ni una.
Yo continuaba con mi cara deformada por las huellas que habían dejado las leonas del instituto de belleza dichoso, y las piernas como botijos de tanto como habíamos caminado, pero bueno, como dice mi madre: “Ya puesto el culo a los azotes...”. Nelson sirvió whisky en tres vasos en los que Marta había puesto mucho hielo, y me dio uno de ellos. Lo probé y no me gustó en absoluto, sentí cómo me bajaba abrasando todo mi esófago hasta el estómago, pero no dije ni pío, al contrario, me tapé la nariz con una mano, como cuando hay que tomar una medicina de esas que saben a rayos, y empujé el contenido del vaso hacia mi garganta que se resignó a tragarlo todo aunque estaba completamente achicharrada ante aquel exceso.
-Ahora el porro- dije con un hilillo de voz que me había quedado después del lingotazo.-Despacio, Purita- me dijo Nelson muy cariñoso- a ver si te va a sentar mal.
Marta intentó convencerme de que lo dejase, que ya lo probaría otro día, pero no lo consiguió, a mí me habían enseñado que lo que se pueda hacer hoy, no debe dejarse para mañana, así que no había razón para esperar.
Además, tampoco tenía por qué sentarme mal. Sólo porque tenían de mí el concepto de chica formalita, educada, y todas esas cosas ¿ya tenía que sentarme mal aquello? No señor, iba a demostrarles que estaban equivocados, que era tan fuerte como ellos y que podía salir airosa de todo.
Yo no sé lo que pasó, no sé si fue aquel humo que me envolvió de repente y que se metía en mi boca sin saber cómo tenía que hacer para echarlo de allí, si fue el whisky que terminó de descomponerme el estómago o si fue todo junto, yo sólo sé que me puse malísima.
Traté de disimular todo lo que pude, quería saber lo que era aquello de viajar sin salir de casa, olvidarse de todos los problemas y volar. Lo más lejos que viajé fue al baño, eso sí, llevada en volandas por Nelson y Marta porque me entró una vomitona y un mareo que si aquello era lo que había que pagar por olvidarse de todo ¡Benditos mis problemas!
No recuerdo mucho más, según me contaron, llegué a desmayarme y todo, aturdida como estaba ante aquella reacción de mi organismo al que yo no había dado autorización para hacerme semejante jugarreta. Sólo sé que me tumbaron en la cama y me arroparon como a un niño pequeño porque estaba tiritando, y me debí de sentir mejor, más relajada, porque caí dormida como un leño, mientras me parecía que toda aquella tarde no había sido más que un sueño del que era imposible que yo hubiese formado parte.
Marta pasó la noche en el sofá de la sala por si acaso volvía a ponerme mal, pero la verdad es que no le di nada de guerra, porque entre el cansancio que tenía y el fin de fiesta que me dieron el porro y el whisky dormí como un angelito.
Sólo hubo un problema. Cuando a la mañana siguiente me llamó Marta para ir a trabajar, noté que me costaba mucho abrir los ojos.
-Puri ¿cómo estás? ¿Crees que podrás ir ala oficina?
-Sí, sí, ya voy.
Pero yo seguía sin comprender por qué me escocían los ojos de aquella manera, y por qué demonios no podía abrirles por completo. Me levanté a tientas y cuando por una pequeña rendija que logré despegar entre un párpado y otro me vi en el espejo de la habitación sólo pude decir:
-¡¡Socorro!!
Entonces lo comprendí todo. Con el ajetreo de la noche anterior no me volví a acordar de quitarme las lentillas. Se suponía que estaban a prueba y que debía de ponerlas un espacio de tiempo muy pequeño, justo lo contrario de lo que había hecho, eso, junto con el humo que se formó en casa por lo de los porros, bastó para que se produjese una reacción de rechazo que se prolongó durante toda la noche.
Ni qué decir tiene, que en vez de ojos, parecían dos puñaladas en un tomate. Marta se asustó tanto al verme que me impidió ir a trabajar y avisó enseguida a Nelson para que sacase el coche y me llevase a la óptica, donde tuve que oír pacientemente todas las reprimendas que me lanzaron y que me tenía completamente merecidas.
-Olvídate de las lentillas por una temporada y durante unos días protégete los ojos con gafas oscuras.
Con una armadura era con lo que me daban ganas de protegerme, pero toda entera y atada de pies y manos para no volver a meter la pata con tanto éxito como lo hacía normalmente.
Y así, me vi otra vez conducida a casa por el paciente Nelson, que parecía mi taxista oficial, y para pasar bien desapercibida, con unas enormes gafas de sol, mientras fuera del coche, no paraba de llover con todas las ganas.
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