4-CON AMIGAS ASÍ NO HACEN FALTA ENEMIGAS

   En una mesa, al lado de la mía, había una chica que tecleaba sin parar en su ordenador, mientras masticaba chicle y canturreaba algo al mismo tiempo.
-¿Tú eres la nueva?- preguntó sin dejar de escribir, o sea, sin mirarme si quiera.
-No. ¡Digo sí!- dije yo algo extrañada de que alguien se dignase a hablarme.
-Bueno mujer, no te preocupes, si no sabes algo, pregúntame a mí ¿vale?

-No sé nada, quiero decir…nada de nada.
Se ve que se me notaba mucho que estaba hablando en serio, porque dejó de escribir y se me acercó.
-¡Bueno, bueno! Pareces asustada, “tranqui”, chica, ven conmigo, no te cortes, voy a presentarte a la gente. Yo soy Marta, esta de aquí es Lola, aquel es Jose, y aquella Encarnita. De momento no te voy a presentar a nadie más porque te vas a hacer un lío con los nombres, ya les irás conociendo a todos, no sufras, en nada de tiempo te pones al día-dijo sin dejar de masticar el chicle.
-¡Hola! Soy Puri
Y según dije aquello, respiré, me sentí otra vez una persona normal y corriente, y no un ser invisible como me había creído por unos minutos mientras todos seguían a lo suyo sin darse ni cuenta de que yo estaba allí.
-Sí, ya lo sabemos-dijo la tal Encarnita- la encargada nos dijo que en lugar de Sonia, vendría María de la Purificación.
¿Sería que estaba yo un poco susceptible o que realmente se le había notado un cierto retintín en su tono de pronunciar mi nombre?

Ya lo sé, ya sé que lo mío no es un nombre, que es una venganza, pero ¿qué le voy a hacer? Yo creo que mis padrinos, como eran católicos, quisieron descargar toda la pureza que les embargaba, y al no tener hijos, la descargaron conmigo poniéndome este nombre. A veces hasta se me ha olvidado de tan acostumbrada como estoy a oírme llamar sólo Puri, pero cuando alguien me recuerda mi nombre completo, y sobre todo cuando detecto cierto cachondeo al decirlo, no sé por dónde atacar.
-Sí- dije la mar de airosa-pero todos me llaman Puri, es más corto.
-Y más discreto- apostilló ella, como si llamarse Encarnita, que tampoco era su nombre completo, fuese para tirar cohetes.




-Bueno, Puri-dijo Marta- pues ven aquí, que te voy a poner un poco al tanto de cómo funciona todo esto.
Y la seguí como una cordera, porque la posibilidad de que alguien me aclarase un poco lo que tenía que hacer, no era como para desaprovecharla.
Ella me enseñó dónde estaba todo, desde las fotocopiadoras hasta el baño, pasando por la zona de despachos de la jefatura, una pequeña sala de reuniones y el área donde se recogían los documentos de los pisos, locales y casas que estaban en la inmobiliaria.
-Ya te iré enseñando más cosas, pero ahora vamos a hacer algo porque si no, se nos va a ir amontonando el trabajo- me dijo mientras volvíamos a nuestras mesas.
-Gracias, de veras.
-¿Estás boba? Oye, somos compañeras ¿no? Además, te confieso que me alegro de que estés en el lugar de Sonia.
-¿Había mal rollo con ella?- le pregunté un poco más animada.
-No exactamente. Me daba rabia, sí, rabia, porque no es que tuviera muchas luces, pero se llevó el gato al agua.
Mientras yo me imaginaba a Sonia como una boba de baba con un gato debajo del brazo, ella, que pareció haberme leído el pensamiento, me aclaró:
-Me refiero a que pescó un partido estupendo y pudo dejar de trabajar aquí, veremos a ver lo que le dura…
-Se casó…-sentencié yo creyendo que ya me iba situando en la conversación.

-¡Ay, Purita! Que no enteras de nada, hija, pero no te preocupes, ya verás como conmigo te pones al día rápido y no sólo en el trabajo…
Y así fue. Marta tenía razón, yo no me enteraba realmente de nada, me sentía como uno de aquellos ordenadores
que tenía la memoria hasta arriba de datos y era incapaz de procesarlos todos de una vez. Ella se esforzaba en explicarme todo lo que había que ir haciendo, en qué archivos informáticos había que guardar unos documentos u otros, cuáles eran las claves de acceso, dónde podía encontrar los listados que más iba a utilizar, y cómo manejar la intranet de la empresa…en fin, que se me amontonaron tal cantidad de cosas, que no me aclaré de ninguna, pero lo que más me tranquilizaba era saber que al menos podía hablar con alguien y eso era todo un éxito, lo demás ya lo iría aprendiendo con el tiempo, si los demás sabían hacerlo, no sería tan complicado ¿no?

En aquel momento no sabía que de la manera más sencilla, pueden a veces complicarse las cosas sin enterarte si quiera, que te vas metiendo en una espiral de la que luego no hay manera de salir.
Quería convencerme a mí misma de que soy una persona normal, pero no lo tenía nada fácil, porque en el momento que miraba a mi alrededor me veía rarita, muy rarita.
Esto me ocurrió cuando vine a vivir aquí, porque antes, cuando estaba en mi casa (en mi casa de verdad, quiero decir, la de mis padres), no me pasó nunca.
Yo me revelaba contra esa forma de verme a mí misma, quería estar tranquila, vivir a mi bola, y tratar de ser medianamente feliz, como todo el mundo, pero es que no me dejaban otra opción: si los otros eran los “normales” yo era demasiado “diferente”, esa era la cuestión.
Si no, vamos a ver, ¿no es lógico irse adaptando poco a poco a las nuevas situaciones? Pues a mí me ocurrió todo lo contrario, a medida que iba pasando el tiempo, me sentía cada vez menos adaptada, creo que aunque no quisiera reconocerlo, echaba en falta mi pueblo de toda la vida, la gente con la que había crecido y a la que conocía como si fueran de la familia.
Que conste que no me sentía como si nunca hubiera vivido en la capital, yo había estudiado aquí, conocía gente, pero no es lo mismo ir y venir a las clases todos los días, que quedarte a vivir y desconectar de los tuyos.
Desde luego que no llegué con dos gallinas bajo el brazo como Paco Martínez Soria en una de sus películas, pero la verdad es que el título me iba que ni pintado: “La ciudad no es para mí”.

Cada día que pasaba desde aquel primero que empecé a trabajar se me iba haciendo más cuesta arriba seguir adelante. Yo ponía todo mi empeño, no quería dedicarme sólo al trabajo, me apetecía visitar sitios en los que nunca había estado, quería salir, ir al cine, emplear el poco tiempo libre que tenía para adaptarme mejor a mi nueva vida, para hacerla más llevadera, pero me sentía incapaz.
Hacía planes y me organizaba mentalmente un itinerario para la tarde que tuviese libre, pero ¿quién es el guapo que después de no sé cuántas horas de trabajo y varias de viaje colectivo, llega a casa y se va otra vez a hacer turismo? Yo no, desde luego, yo llegaba a casa, me tumbaba en el sofá casi desde la puerta, y no podía más, sólo quería descansar, dormir, en mi mente ya no cabía la descabellada idea de volver a salir otra vez aunque fuese por gusto, sufría sólo con pensar en enfrentarme otra vez a aquel mundo de coches, prisas y ajetreo, con lo relajada que me sentía en mi casa.
Así que, pasé mucho tiempo sin hacer otra cosa más que dormir cuando tenía algunas horas libres, dormir, ver la televisión, dormir, comer patatas fritas, dormir y también dormir. A veces, si el mando del televisor no estaba a mi alcance, era capaz de tragarme todos los anuncios mientras me planteaba si debería de extender el brazo para cogerlo o no.
Pero enseguida me di cuenta de que aquello tampoco era la solución, me sentía como una marmota, allí tirada, mientras desde la caja tonta me bombardeaban con la publicidad de gimnasios, modelos de primavera-verano y los beneficios de una dieta sana. Yo era la antítesis de todo aquello, era como si alguien, al otro lado, estuviese queriendo decir “eso es justo lo que no debe de hacerse si usted quiere estar sano”.
La verdad es que lo del deporte nunca fue conmigo, pero una cosa era no ser deportista, y otra, estarme convirtiendo en una especie de foca monje. Además, me encontraba muy sola, mis amigos de siempre estaban cada uno por su lado y a la gente que conocía de las clases de informática, les había perdido la pista, porque como no salgas y te relaciones, es como si te desenchufases del resto del mundo, así que llegó a ocurrirme que, a pesar de lo agotador que resultaba el trabajo, el tiempo se me hacía más corto cuando estaba en la inmobiliaria que cuando estaba en casa.
Allí hablaba con la gente, comentaba la película de por la noche, las últimas noticias que había del tema que fuese, o simplemente, el tiempo que había hecho el fin de semana, cosas sin importancia que me ayudaban a relacionarme y a sentirme un poco más acompañada. Pero claro, a la hora de salir, cada uno cogía su camino y adiós muy buenas, es como cuando por la noche cierras el libro que estás leyendo y hasta el día siguiente no vuelves a cogerlo, algo así me ocurría a mí con mis compañeros de trabajo.
Muchas veces me decían que me fuese con ellos a tomar una caña, me hicieron varias invitaciones para ir de copas, para salir, pero a mí me parecía que lo hacían por puro compromiso, como si les diese un poco de pena “la nueva”, y eso sí que no lo quería, una puede sentirse hecha polvo, pero no tanto como para dejar que te saquen de paseo por hacerte un favor, eso sí que no.
Aquí, en el edificio donde vivo, sólo conocía al portero, y eso porque es automático, que si no, seguro que tampoco. Con tanta gente como vive aquí, tantos pisos y varios ascensores, no hay modo humano de conocer a los vecinos, además, como todo el bloque (y nunca mejor dicho) son apartamentos y pisos para alquilar, esto es como una estación de tren, unos van y otros vienen, continuamente está llegando gente que no conoces y se va otra a la que por fin habías conseguido arrancarle un “buenos días”, lo cual ya es todo un triunfo.
Yo estaba acostumbrada a otra cosa, a conocer a todo el mundo por su nombre, a saber si su padre estaba enfermo o su madre de viaje, a que te llamen a las tres de la mañana para pedirte una aspirina porque está el chiquillo malo o a poder pedir socorro si lo necesitas, y esto es diferente, aquí eres un número con una letra: la del segundo A o el del cuarto B., lo cual es tan impersonal que raya la mala educación. No hay cosa más violenta que bajar con alguien en el ascensor y no intercambiar ni una palabra, o cruzarte en la escalera con un vecino y que no se entere de que a su lado ha pasado una persona. A veces me he dicho “Tranquila, Puri, será que no te ha visto”, pero qué va, te ven perfectamente, lo que pasa es que es costumbre eso de no saludar. Tardé en comprender que muchas cosas a las que yo consideraba faltas de respeto, aquí se llaman “costumbres”.

Con eso no quiero decir que vivir en sitios pequeños como vivía yo con mis padres, sólo tenga aspectos positivos, no, tampoco es eso. Allí saben tu vida y milagros al derecho y al revés, todos opinan de la vida de todos y a veces terminas hasta las narices de que estén por ahí, aireando tus asuntos sin tu consentimiento. Eso en una ciudad no pasa, la verdad, cada uno vive a su aire, sin que puedas enterarte de nada de los demás (que mira que lo he intentado yo), pues nada, ¿que el de abajo te pone la música por todo lo alto a las tres de la mañana? Pues mira, se dan unas patadas en el suelo y ya está, no te hace caso, pero tú te sientes mejor, porque como ni siquiera sabes quién es, tampoco te da corte. ¿Qué el de arriba pone la lavadora a la hora de la siesta y cuando centrífuga parece que estés dentro de ella? Tampoco pasa nada, unos toques en el techo con el palo de la escoba y como nuevos, si lo más probable es que a los tres días ya viva allí otra gente.
En fin, que todas las cosas tienen sus ventajas y sus inconvenientes, y con todo esto me sentía como una sirena en el desierto, y no por similitud, porque el parecido entre una sirena y yo, es el mismo que entre este sitio y un desierto, pero bueno, valga la comparación para dar idea del grado de adaptación que yo tenía.

Un día, por esas casualidades que tiene la vida, Marta, mi compañera de trabajo, nos preguntó si sabíamos alguna de un piso en alquiler que estuviese libre ya mismo.
-Necesito un techo, chica, mi chico me ha dejado “colgada” y no es plan seguir viviendo allí.
Yo ya estaba al día de que Marta vivía con su novio, en realidad, ella misma me había puesto al tanto de casi todos los que estábamos más o menos cercanos en la oficina, pero me sorprendió un poco ver que no estaba excesivamente afectada por lo del muchacho, lo cantaba con tal naturalidad y desparpajo que me sorprendió y se lo dije:
-¿Triste yo? ¡Venga ya! Pero si todos son iguales, fíjate que llevaba tres meses con él, lo máximo que he aguantado con un tío, y ya ves…lo que siento es que la casa es suya y ahora me quedo tirada. Pero no pasa nada, a partir de hoy, vida nueva y Marta nueva, se acabó el hablar como él, vestirme como él y todo el rollito pasota que tenía, que ya empezaba a cansarme.

-¡Hombre!-le dije- cada uno habla como habla, no creo yo que hables de una determinada forma por tu novio.
-Yo sí- dijo muy segura de sí misma- yo me mimetizo con ellos, hablo según el tío que tengo al lado, hay que agradarles, hay que vestirse como a ellos les guste, comer lo que coman ellos y si hace falta hablar como hablen ellos, pues mira, se hace, todo en la vida tiene un precio, y los tíos también, Purita.

Me quedé mirándola sin dar crédito a lo que escuchaba.
 Aquella falta total de personalidad me dejó tan asombrada y chocaba tanto con las ideas que tenía yo acerca de la independencia de la mujer, que me pregunté si no estaría Marta en lo cierto y por eso ella tenía relaciones “larguísimas” de tres meses, y yo no las tenía ni de tres días.

La facilidad de transformación que tenía aquella chica, la capacidad de adaptarse al hombre que tuviese al lado, me daba la sensación de que para ella, una mujer era como un plato de cocina, que se cocinaba de tal o cual manera, al gusto del comensal, y esta forma de ser que me parecía más bien de película, me sorprendió, porque nunca había conocido a nadie así.
Sabía que Marta no era ningún pendón, era una chica estupenda que en el trabajo me había ayudado cantidad, y no es que los “pendones” no sean chicas majas, a lo mejor son más majas que el resto, pero bueno, yo me entiendo. Ella me caía bien, y si algún sentimiento inspiraba en mí, a parte de la gratitud, era el de compadecerla por aquella actitud tan servil de ser una especie de camaleón con tal de tener un hombre al lado, y por eso me sentí como una mezcla de redentor y de Don Quijote de la Mancha (otra vez) al mismo tiempo, porque estaba dispuesta a hacer que aquella oveja descarriada volviera al redil y a “desfacer” todos los entuertos que hiciera falta.
¡Pobrecita! (pobrecita de mí, claro).
 ¡Qué imbécil me siento ahora, sólo de acordarme!
¿Por qué siempre creemos que somos nosotros los que lo hacemos todo bien, los que tenemos la razón?
No dudé ni por un momento en ofrecerle mi casa como una buena samaritana:
-No es muy grande, pero tengo un sofá en el que puedes dormir hasta que encuentres algo mejor-le dije muy bien intencionada- quizás en el mismo edificio haya algo, si quieres, podemos enterarnos.
-¿De veras, Puri? ¡Eres mi madre! Le voy a dar a ese tipo en los dientes. Me gustaría ver qué cara pone cuando llegue esta noche y vea que me he ido.
Yo no sé la cara que pondría aquel “tipo”, pero estoy por apostar que fue de alegría al verse libre del torbellino que es Marta. Lo que sí sé es la cara que puse yo cuando aquella misma tarde se presentó en mi casa cargada de maletas, cajas, bolsas y no sé cuántos cachivaches más.
-¡Bueno, Purita! ¿Dónde me instalo?
Y ya me di cuenta de que la Revolución Francesa al lado de aquella chica era como un capítulo de Heidi.



(¿Por qué no cerraré la boca de vez en cuando?)


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