5-YO SOY ASÍ, Y ASÍ SEGUIRÉ (o esa era la idea, claro)

La instalación de Marta en casa, me supuso añadir un nuevo cambio a mi vida, por si ya eran pocos.

Tengo que reconocer que en más de una ocasión me arrepentí de haber abierto la boca para ofrecerle hospitalidad, es tan diferente a mí que a veces pensé que el apartamento iba a explotar al albergar, en un espacio tan pequeño, dos mundos tan diferentes, dos personalidades tan distintas.
En realidad, aquí, en mi casa, estuvo poco tiempo, porque el encargado del edificio nos dijo que en tres o cuatro semanas quedaría libre otro apartamento y podría ocuparlo ella. Marta se puso contentísima y dio por hecho que aquellas tres o cuatro semanas podía quedarse conmigo, sin darme la oportunidad de ser yo misma quien se lo ofreciera. Ella es así, las buenas formas, los circunloquios y los formalismos no existen en su vida.
Así que vi cómo de pronto, mi nevera se llenó de productos light, de leches supervitaminadas y enriquecidas con todo lo que uno pueda imaginarse, de yogures bajos en calorías, de quesos sin grasa, jamón sin grasa, cosas integrales... una pena, vamos.
De igual manera, el cuarto de baño se convirtió en un conglomerado de leches limpiadoras, tónicos rejuvenecedores, cremas anticelulíticas, bronceadores que no necesitaban el sol para broncear y geles de baño con leche, cereales, miel...vamos, que con cuatro galletitas daban ganas de desayunárselo más que de meterse a la bañera con él.
Yo me maravillaba al ver la metamorfosis que se producía en ella cuando entraba al aseo. Al despertar era una persona normal, quiero decir que se despertaba como todo el mundo: con el pelo revuelto, los ojos hinchados, legañas y las marcas de las arrugas de la sábana cruzándole la cara sin piedad, pero cuando salía del baño era otra. Eso sí, aprendí a espabilarme por la mañana para entrar antes que ella, porque si no, podía hacerme vieja esperando que terminase, pero tengo que reconocer que salía transformada.



Con unas gomas de colores se preparaba una especie de coleta en lo alto de la cabeza que parecía una fuente pero que a ella le quedaba fenomenal, se pintaba por aquí, se daba un brochazo de colorete por allá, una sombra de ojos que combinase con la ropa que iba a llevar puesta, todo ello sin exagerar la nota, de forma que el conjunto de toda la restauración resultaba de lo más armonioso, y cuando aparecía por la puerta, siempre se reía de ver mi cara de tonta mirándola:

-¿Qué tal?-preguntaba extendiendo los brazos como si fuese una estrella del celuloide- ¡Eh, que soy yo!
Y se partía de risa al ver mis ojos como platos admirando lo bien que sabía arreglarse.
-Estás fantástica-contestaba yo sin pestañear.
-¡Claro, mujer! Oye…no te parezca mal, pero ¿tú nunca te maquillas?
-¿Yo?- contesté un poco ofendida- yo no tengo paciencia para todo eso.
-Si no es paciencia, chica, es cuestión de coger práctica nada más. Ven acá, verás como es un momento.
Y se abalanzó sobre mí con la brocha en una mano y la caja del colorete en la otra, decidida a obrar un milagro en mi cara.
-¡Quieta, Marta! A mí eso no me va, no me gusta
-¡Ay qué tonta eres! Con lo mona que estarías.
-Que no, de verdad, que yo tengo otro...estilo, y prefiero seguir siendo así.
-Nada, chica, tú a tu rollo, más antiguo que el catarro, pero tu rollo, claro que sí.
Éramos dos polos opuestos, supongo que vernos salir a la calle juntas debía resultar de lo más cómico. Ella con su vivacidad, con aquella ropa tan moderna, con el pelo tan vistoso y su desenvuelta forma de caminar sobre los tacones y dentro de unos pantalones en los que no todo el mundo podría moverse igual.
Y yo, con mi pelo lacio, mi cara lavada y mi ropa de siempre, caminando todo lo correctamente que me permitía el acelerado ritmo que ella llevaba.
Seguro que un observador imparcial hubiese definido la pareja que formábamos como dos personas incapaces de llevarse bien de tan opuetas como se nos veía, pero simplemente, encarnábamos dos formas diferentes de ver la vida. Compartíamos el mismo mundo: el trabajo, los compañeros, y aquellos días, hasta la casa, pero cada una teníamos una visión diferente de nuestro entorno.
Muchas veces pensé que yo conseguiría cambiarla, no modificar su personalidad, que cada uno tiene derecho a tenerla como quiera, sino simplemente, hacer que fuese más pausada, menos acelerada, porque con frecuencia, su continuo ir y venir por la casa, su ajetreo injustificado, me sacaba de quicio, lograba ponerme nerviosa sin saber por qué ni por qué no.
Cuando llegábamos del trabajo, mientras yo comía acomodada en el sofá, ella se ponía a hacer flexiones y abdominales.

 Además, tenía una amplia gama de pequeños aparatitos para ponerse resistencia, rodillos para estiramientos y qué sé yo cuántas cosas más. Después, con una rebanada de pan tostado y un yogurt de esos que te desinfectan por dentro, decía que había comido, mientras en contra de mi voluntad, conseguía que yo me sintiera culpable por mojar pan en la salsa de mi guiso.
-Tienes que cuidarte, Puri, hay que hacer deporte.
-Yo odio el deporte, no me gusta, y me niego a hacer algo que no me gusta.
-¡Pero mujer!- decía muy incrédula- ¿Cómo puedes ser tan dejada? Hay miles de personas que se apasionan con el deporte…
Me pregunto qué tendrá que ver una cosa con otra, si a mí no me gustó nunca el deporte, no me van a convencer porque haya miles o millones de personas a las que les encante, también hay mucha gente a la que le apasiona leer libros, y no por eso hay menos analfabetos en Uganda, digo yo, vamos.
-Que no, Marta, que no, que las cosas tienen que salir de dentro y hacerlas porque uno quiere, no porque estén de moda-dije muy razonable.
Pero ella seguía incansable su particular ritmo olímpico, con la única obsesión de quemar calorías subiéndose a diario en una báscula que yo odiaba porque se creía con derecho a decirle a uno, no sólo lo que pesaba, sino lo que había engordado, con una voz metálica que salía de su interior.
-¿Cuánto pesas tú?-me preguntó un sábado cuando ella regresaba de hacer footing mientras yo regresaba de hacer la “compring”.
-Setenta kilos-dije yo sin darle mayor importancia.
Ella me miró atónita y como si hubiese visto algún objeto volador no identificado, empezó a decir:
-¡No puedo creerlo! ¡No puede ser!
Miré a mi alrededor por si acaso estaba ocurriendo alguna desgracia a mis espaldas y era lo que le hacía tener aquellas expresiones de incredulidad, pero no, no era ningún desastre geofísico, en realidad, el único desastre que ella consideraba que tenía delante, era yo misma.
Como si mi vida estuviese en peligro, tiró de mi mano y me colocó sobre su odiosa báscula, donde tecleó no sé qué cosas y se escuchó decir:
-“Ha engordado ocho kilos”- dijo la máquina sabelotodo ante la cara de horror de Marta.
-Tranquila, mujer-le dije en vista de que estaba palideciendo-que esta báscula es muy lista, pero yo creo que sería más fiable si me dejases posar las bolsas de la compra en el suelo.
Me sentí como los bebés recién nacidos cuando sus mamás se hartan de llevarlos a la farmacia para pesarles una y otra vez a ver si tienen diez gramos de más o de menos.
Esta vez la voz robótica fue más comprensiva, pero a pesar de haberme quitado de encima el peso de las bolsas, había otros pesos de los que no podía librarme:
-“Ha engordado dos kilos”
Yo me quedé tan fresca, no me parecía que el mundo fuese a conmoverse por aquel hecho insignificante, pero Marta casi pensó anunciarlo en la prensa nacional.
-¿Lo ves? ¿Lo ves como yo tenía razón? No podía ser de otra manera, no te cuidas, comes cualquier cosa, no haces deporte y este es el resultado.
A juzgar por la preocupación que le había causado mi peso, parecía que aquel resultado tan terrible al que se refería, fuese a parar a su propio cuerpo y no al mío.
-Bueno- le comenté tratando de quitarle hierro al asunto-yo creo que me cuido más que tú, y por eso me luce más. No creo que comer todo a base de cosas light y cosas “sin” sea lo mejor ¿qué quieres que te diga?
Pero aquello era algo que no podía comprender, en realidad, ella me consideraba como un ser cavernícola por comer un filete con patatas fritas, o atreverme a tomar un bocata de salchichón para la merienda, aquello era una especie de ofensa a su modo de vida, me compadecía por mi forma de hacer las cosas, me miraba con estupor cuando veía que era capaz de salir a la calle sin maquillar, sin ponerme ninguna crema de día, ni de noche ni de media tarde siquiera, con lo necesario que era “a nuestra edad”.
Muchas veces traté de hacerle ver que su forma de hacer las cosas no era más que el fruto de una atosigadora publicidad que se empeñaba en lavarnos el cerebro a todas horas, queriéndonos hacer creer que lo lógico era que todo el mundo tuviese un cuerpo perfecto, sin preocuparse del precio que la mente tuviera que pagar por ello, pero ella se negaba rotundamente a darme ni siquiera el beneficio de la duda, estaba totalmente catequizada y a su vez, intentaba convencerme de que sus ideas eran las mejores.
-No te canses, Marta-le dije un día en que seguía insistiéndome sobre el tema del deporte y la dieta- no lograrás hacerme cambiar en ese sentido, respeto mucho tu forma de ver las cosas, pero tú también tienes que entender que yo no soy de esa manera.
-Lo que te pasa es que has estado toda tu vida metida en aquel pueblo, con tus padres que te tendrían súper protegida, y claro, dar el salto a vivir de una manera un poco normal, lleva un tiempo.
-Un momento- le interrumpí.
Marta achacaba todo lo que no compartía con ella a la forma de ser que tiene la gente que vive en cualquier sitio, sea el que sea, apartado de las modas y las dietas, y a mí, decirme eso, es tocarme en mi punto débil
-Tú debes de creer que por vestir a la última o tener el peso ideal, en teoría, ya se tiene todo arreglado, y eso no, hay gente que por muy delgado que esté, no sabe hacer la “O” con un canuto, no te creas.

Era una disputa sin fin, una batalla que estaba perdida desde el principio por parte de las dos, y aunque ambas lo sabíamos, no cejábamos en el empeño de convencer a la otra de su enorme equivocación.
A pesar de todo, y por extraño que pueda parecer, llegamos a conseguir una relación estupenda. Yo procuré pasar de ella aunque me despertase cada noche cuando volvía a casa a las tantas, para luego tener que tirarle de las orejas hasta conseguir que se levantase de la cama al día siguiente para ir al trabajo,y aunque continuaba con sus consejos dietéticos y deportivos intentado hacerme un lavado cerebral con centrifugado y todo, aprendí, o eso creía, a pasar olímpicamente de ella (era lo único “olímpico” que hacía)
Pero no, tengo que reconocer, que, muy a mi pesar, consiguió influir en mi forma de ser más que yo en la suya, en la que, para ser sincera, no influí en absoluto.

  (¡Qué cambio, madre, qué cambio!)


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