6-NI EL CAMAROTE DE LOS HERMANOS MARX

Hay que reconocer, por estúpido que parezca, que sólo sabemos apreciar las cosas en su valor auténtico cuando ya no las tenemos, aunque las hayamos tenido durante años a nuestro lado sin prestarles atención.
Yo misma aprendí a valorar mucho más todo lo de antes cuando dejé la casa de mis padres. Desde entonces, lo que era rutinario pasó a ser festivo, y cuando los domingos voy a comer con ellos, me sabe a gloria la comida de mi madre,
a la que antes no hacía ni caso, aunque sólo sea por no tener que hacerla yo (que no es sólo por eso, porque mi madre guisa de vicio).
Las primeras veces, cuando volvía al pueblo los fines de semana, me encantaba encontrarme con los amigos de siempre y pasar el rato por ahí, contándonos novedades, pero después, poco a poco, la distancia física, el vivir en sitios tan distintos, y el ir perdiendo cosas en común, terminan por afectar a la amistad y ves cómo todo se va enfriando, tienes que irte adaptando a la nueva situación, y por difícil que parezca al principio, te vas dejando envolver por el mundo en el que vives.
La presencia de Marta en casa también influyó en eso, como lo hizo en casi todo, hubo más de una vez en la que tuve la impresión de que aquel apartamento era más grande de lo que pensaba, sólo de ver la cantidad de gente que cabía allí dentro. Era una situación muy curiosa, pues yo veía mi casa llena de amigos a los que ella invitaba con toda naturalidad, sin conocerles yo de nada.
Desfilaron por el piso todos los componentes de su grupo habitual de gente, los compañeros más allegados de la oficina y hasta algún pariente...



No quiero acordarme de la cara que pusieron mis padres cuando una tarde llegaron de improviso, “a darme una sorpresa”, y se encontraron con todo aquel jaleo allí dentro, con la música de Lady Gaga sonando a toda pastilla y con lo que yo les había descrito como un pequeño y pacífico apartamento en el que vivía completo sola lleno hasta la bandera.
Pero Marta es así, imparable, conoce a medio mundo, tiene amigos en todas partes, ha tenido novios (o rollitos, como ella dice) de lo más variado y tiene una forma de ser tan abierta y tan espontánea que lejos de parecerme mal lo que hacía, la mayoría de las veces me daba hasta un poco de envidia.
Creo que, en el fondo, todo aquello me vino bien, me ayudó a salir de la rutina que empezaba a atraparme. En aquellos pocos días conocí a más gente de la que había conocido en toda mi vida, aunque a veces me cansaba  tanto ajetreo y echaba de menos algo de intimidad.
Sin embargo, con lo que me gustaba mi silencio y mis sosegadas tardes de sofá y novela, con todo lo que añoraba mi tranquilidad, estoy segura de que si ella hubiese querido quedarse en mi casa de una manera definitiva, yo hubiese aceptado encantada, pero como nunca me lo dijo, tampoco quise forzar la situación.
Está claro que por muy extrovertidas que sean las personas, siempre se necesita un lugar para la intimidad, y Marta echaba en falta ese lugar para su nueva adquisición masculina.

Realmente, cuando se mudó a su apartamento, dos pisos más arriba que el mío, no tuve ocasión de extrañarla. Incluso consideré absurdo que pagase una renta sólo para estar algunos ratos, porque el resto del tiempo lo pasaba en mi casa. Pero para ella, los días volvían a tener un significado especial, de nuevo llenos de ilusión y optimismo.
-Tengo un nuevo “empate”- me dijo un día como si yo no me hubiese dado cuenta.
-¿Empate? ¿Ahora se llaman así?
-Es que es venezolano, y algunas palabras se me “pegan”.
Ella y su “mimetismo” con los hombres, aquella capacidad camaleónica que a mí tanto me molestaba, pues era capaz de anular una parte de su personalidad por adaptarse a la del hombre que, aunque sólo fuese por media hora, ocupaba su corazón.
-Se llama Nelson, pero yo le digo “papito”. Nunca había tenido un venezolano.
Para ella, los hombres eran como las colecciones de cromos que hacíamos de pequeñas, que lo importante era no tener ninguno “repe”, y le entregaba su alma (y su cuerpo), como si fuese su definitivo amor para siempre jamás.
Terminé del tal Nelson hasta el gorro, y eso sin conocerle. Hablaba de él en el trabajo, en el camino al trabajo, en las tardes que pasábamos juntas, mientras hacía gimnasia (ella, yo no) o mientras tomábamos un café (yo, cola-cao).
Todos los de la oficina (sobre todo las chicas) nos moríamos por conocerle, pero se negaba a presentárnosle porque decía que con lo racistas que somos en este país, a lo mejor se sentía rechazado por nosotros.
-¡Hay que ver! Con lo que se llevan ahora los venezolanos…-le dijo Encarnita.
Tanto le insistimos, que al fin, un día dijo, como si llevase mucho tiempo pensándolo:
-Está bien. Tengo una idea genial. Podemos quedar para tomar algo, haremos como una pequeña fiesta y así le conocéis.
Todos aplaudimos la idea, incluida yo, que ya me estaba acostumbrando a tanto jolgorio. Pero dejé de aplaudir cuando dijo:
-Lo podíamos hacer en casa de Puri, para que sea un sitio más… imparcial ¿Qué os parece?
A todo el mundo le pareció genial, claro, a mí no me pareció nada, la verdad, porque yo no veía mi casa especialmente imparcial, y el tal Nelson estaba hasta el moño de ir a casa de Marta, o sea, que no nos íbamos a andar a esas alturas como hace cincuenta años cuando hacía falta casarse para poder entrar en casa, pero bueno, no me negué, ¿qué iba a hacer? Tampoco era cosa de chafarle los planes.
Así que, allí me vi otra vez con todo el lío montado, con la casa llena de gente, con una especie de merienda que medio preparamos entre todos. En fin, más que la presentación del nuevo novio de Marta, parecía la puesta de largo de una infanta o algo así. Pero sospecho que en estos casos, lo menos importante es el motivo por el que se organiza el evento, que al final todo el mundo olvida, el caso es tener una excusa, una disculpa para reunirse y armar la “marimorena” (sobre todo si es en casa de otro).

Cuando ya casi nadie se acordaba de que estábamos allí para conocer a Nelson, llegó la feliz pareja.
Hubiese dado cualquier cosa por tener enfrente de nosotros una cámara de vídeo que recogiese nuestras expresiones cuando abrí la puerta y entró Marta del brazo de aquel muchacho tan alto, tan grande y tan…negro. Pero no un negro de esos así, tostadito, no, un negro con todas las de la ley, de esos en que lo blanco de los ojos parece más blanco de tan negro como es el resto.
Que conste que no soy racista, eso lo tengo claro, es, simplemente, que no me lo esperaba, porque cuando te hablan de un venezolano te le imaginas blanco, no sé por qué, igual que a los chinos te les imaginas un poco amarillos y comiendo arroz a todas horas, o a los españoles nos imaginan a todos toreando.
Marta, que nos había hablado del chico hasta la saciedad, no había mencionado su color, no sé si con la intención de sorprendernos, o por ese temor que ella tenía de que le rechazásemos, pero el caso es que nos quedamos todos con la boca tan abierta que debíamos de parecer una panda de muñecas inchables.
-Este es Nelson- dijo muy orgullosa- ¿No vais a decir nada?
Como efectivamente, nadie decía nada, yo intenté hacer un chiste a ver si se rompía un poco el hielo, pero los chistes nunca se me dieron bien.
-Nelson…Mandela, supongo-dije llegando al máximo de gracia que puedo tener, que ya se ve que es bien poca.
  Y el chico, nos mostró su blanca y amplia sonrisa:
-¡Qué bueno, vale! Tu amiga es “chévere” ¿Cuál es tu nombre?
-Mi nombre es Bond, James Bond- dije por decir algo, y por lo menos, aunque fuese a costa de hacer el ridículo más espantoso, conseguí que se relajase un poco esa tensión del primer momento.
Encarnita, discreta, pero sincera hasta la médula, continuaba mirando a Nelson y le dijo:
-No sabíamos que eras…
-¿De color? -preguntó él tan natural.
-Bueno…de ese color-puntualizó Encarna.
Y así, poco a poco, recuperamos el ambiente festivo que se le quería dar a la reunión.
Nelson nos explicó que sus padres eran africanos pero habían emigrado a Venezuela, donde él había nacido y se había criado, viviendo allí hasta que por motivos de trabajo se había trasladado a España hacía un par de meses.
Los motivos de trabajo no eran ni más ni menos que pertenecer a un grupo de baile, concretamente, era uno de los “boys” que formaban parte de un espectáculo de strip-tees masculino. ¡Hala! Ahí queda eso, sencillo a la par que elegante.
Al conocer su ocupación se suscitaron algunas sonrisas, pero claro, tampoco se hizo ningún otro comentario, con los tiempos que corren terminaremos por ser escasos los que trabajemos en una oficina, pero cada uno trabaja en lo que puede, y a decir verdad, el chico se podía permitir el lujo de enseñar el cuerpo serrano.
Medio en bromas, medio en serio, nos hizo prometer que todas las mujeres que estábamos allí (o sea, seis de diez), iríamos a ver su espectáculo, con lo cual, yo me vi envuelta en el compromiso, sin comerlo ni beberlo. Los hombres, cuatro compañeros de la inmobiliaria a los que Marta había invitado a la fiesta, se cortaron un poco, ya se sabe cómo son los tíos para estas cosas, en el momento que otro hombre acapara la atención de las mujeres, empiezan a decir que si será esto, que si no será lo otro, en fin, cochina envidia.
Cuando la fiesta fue decayendo, cuando cada mochuelo se fue a su olivo, me vi otra vez con la casa patas arriba para recogerla yo solita.
Eso sí, Marta me dijo muy atenta:
-Déjalo Purita, vete a dormir y mañana lo arreglamos todo entre las dos. Yo me quedaría ahora, pero estoy loca por irme a casa, esta va a ser una gran noche.
Y creo que esa frase bastó para espabilarme lo suficiente y ponerme como un trimotor a recoger todo lo que había quedado tirado, pero con un cierto enfado y sin saber exactamente por qué.
“¿Tendré envidia?” pensé para mis adentros. Pero descarté esa idea enseguida, yo no tenía por qué tener envidia de nadie, ¿para qué quería yo un hombre a mi lado? Y sobre todo un hombre como aquel, tan grandote, tan espectacular, y tan exhibicionista, porque eso es lo que era, un cochino exhibicionista.

¡Qué va! Yo no tenía ningún motivo para envidiar a Marta, al fin y al cabo, allí estaba yo, en mi casa, con todo tirado, con toda la noche por delante para fregar y recoger, y sobre todo…más sola que la una. ¡Qué suerte tenían algunas!
En fin, que como puede verse, más que un poquito de “pelusa”, lo que estaba era literalmente corroída de envidia.

                                                 (¡Caramba con Nelson! ¿Quién me lo iba a decir a mí?)

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