13- ¡LO QUE HAY QUE VER...Y QUE ENSEÑAR!


  ¡Las cosas que hay que hacer para incorporarse a la vida moderna!
  Si me lo hubieran contado antes, no me lo hubiese creído, jamás hubiera pensado que yo fuese capaz de hacer todas aquellas filigranas para "actualizar mis circuitos" por decirlo de un modo elegante. Mira que si después de todo aquello volvía a ponerse de moda la virginidad…

  Porque las modas van cambiando ¿no? Todo lo antiguo vuelve: se llevaron hace mil años los pantalones pitillo, y ahora se vuelven a llevar. También hubo una época en la que la señoras eran todas entradas en carnes y blanquísimas, después había que estar negras como un tizón y delgadísimas, y ahora ya empiezan a avisarnos de los peligros del sol y cada vez hay gente más blanca, así que, de la misma manera podría volverse a llevar esa frase mítica de "esperar hasta el matrimonio", ¿no?
 Bueno, como estar a la moda nunca me importó demasiado, estaba decidida a llegar hasta el final, con todas las consecuencias que pudiera traerme más tarde.
 -Tienes que ir al ginecólogo- me dijo Marta muy seria.



 -Es igual,  tienes que empezar a tomar anticonceptivos, hay que ir bien seguras, no querrás embarazarte del primero que llegue. Y lo de andar ahí, con la gomita a vueltas y sin experiencia, no lo veo claro, tú eres capaz de ponerte nerviosa y encajarle la goma en una oreja, que te conozco. Nada, hay que ir a lo seguro, que te vean los bajos y que te digan el anticonceptivo que tienes que tomar. 
¡Dios! Qué lío, si yo sólo quiero hacer las cosas bien, sentirme bien, estar bien.
 Marta no me había dicho aún el nombre de aquel “primero que iba a llegar” y que le había parecido tan buena idea, se negaba a compartir conmigo su descubrimiento, pero aunque no quería quedarme embarazada del primero ni del segundo, fuesen quienes fuesen, lo que no se me había ocurrido era pasarme por la consulta de ningún médico, eso eran palabras mayores, y además, no me apetecía en absoluto. Tengo que confesar, que el sexo no era lo único que no había hecho en mi vida, la verdad es que tampoco había ido nunca a un ginecólogo, y la idea de hacerlo me daba mucho repelús.
  -¿Desde cuando no vas?- me preguntó mi amiga que a veces parecía bruja porque leía mis pensamientos como un libro abierto.
  -Desde nunca- le dije mientras me miraba con los ojos muy abiertos.
  -Entonces no te queda más remedio Puri, esto es serio, no podemos andar jugando.
 Descarté la idea por completo, una cosa era ir por propia voluntad a pasar un buen rato con alguien, y otra muy distinta tener que dejarse toquetear por un desconocido sin decir ni “mu”. No señor, eso no era lo hablado.
 -No te preocupes, son médicos, no se fijan en nada.
 -¡Qué bobada! Serán médicos, pero no creo que sean ciegos.
  A  mí, ese concepto tan extendido de que los médicos no prestan atención nada más que a lo meramente profesional, siempre me hizo mucha gracia, es como si con el título les hiciesen entrega de otro par de ojos y así tener unos para ver a las mujeres como pacientes y otros para verlas como mujeres propiamente dichas. Pero a  mí no me la dan con queso, por muy médicos que sean, también son hombres, aunque eso sí, son los únicos que trabajan donde los demás se divierten.
 -Bueno, pues vete a una mujer, también hay ginecólogas.
 -Pero bueno, qué prisas te han entrado, ya iré, no creo que vaya a tener tan mala suerte de quedarme embarazada a la primera de cambio.
 -Fíate tú de esas cosas…Te digo que hay que ir sobre seguro.
 -Bueno, pues prefiero comprarme una caja de preservativos y ya está.
 -Eso sería lo ideal, pero no creo que te convenga complicarte la vida, al menos, al principio. No le des más vueltas, mañana mismo vamos al médico.
  Ya me estaba pareciendo un poco coñazo aquello de tener que dar tantos pasos para dejar de ser virgen, con lo fácil que les resultaba a los demás. Me parecía que nos íbamos a pasar de correctas, sólo nos faltaba escribir una carta  formalizada al candidato en cuestión, no sabía yo que hubiera que dar tantas vueltas para resolver un tema que otras dejaban zanjado en cinco minutos. Pero estaba claro que si un anticonceptivo me garantizaba mayor seguridad, habría que pasar por el trago de ir al médico, porque ya sólo me faltaba quedarme embarazada, y yo soy muy capaz de hacer enrevesado lo más sencillo y tener cinco chavales de un viaje
  La única condición que puse fue que el médico fuese una mujer, parece que no, pero tiene que resultarle mucho menos novedoso todo lo que ve, y conocerá mejor la zona, digo yo.
 -¿Menos novedoso? –decía Marta – pero si están hartos de verlo todos los días. Lo que  pasa es que te quieres hacer pasar por progresista y liberal pero tus ideas reprimidas asoman a la primera de cambio. Desde luego, a mí me inspira más confianza un  ginecólogo, seguro que conocen el tema perfectamente, lo están viendo a diario.
 -Bueno, pues yo no lo estoy enseñando a diario, así que vamos a buscar una mujer para que en vez de darme un infarto del susto, me de sólo una angina de pecho.
   No fue difícil concertar una cita con la doctora Ponce, no la conocía de nada, pero como en ese terreno no conocía a nadie, me bastaba saber que pertenecía al sexo femenino para, por lo menos, quitarle un poco de trascendencia al momento.
    No voy a negar que a pesar de todo, estaba nerviosísima  porque era la primera vez que me veía en un trance semejante, y por mucho que quisiera aparentar tranquilidad, al subir las escaleras, camino de la consulta, las rodillas me temblaban sin poder remediarlo, ellas iban por su cuenta y yo por la mía.
   Esto de ser mujer es muy gracioso, la verdad, porque los hombres no tienen que pasar por todos estos tinglados para iniciar su actividad sexual, ellos van “aquí te pillo y aquí te mato”, que no sé si será mejor o peor, pero por lo menos es más espontáneo.

   Ya cuando estaba en la sala de espera empecé a arrepentirme de no haber hecho algo tan sencillo como ir a la farmacia y comprar una caja de anticonceptivos, al fin y al cabo, todos eran para lo mismo ¿no? Podía haber cogido uno cualquiera, el que tuviese la caja más bonita, ¿yo qué sé? Pero aunque la idea se me ocurrió, Marta me puso verde porque empezó a decirme que si estaba loca, que si eso no se podía hacer sin el médico, que cada uno tenía una dosis de hormonas distintas, que me podían sentar mal, en fin, que me dejó un poco preocupada, la verdad, no pensé que ella que era tan lanzada para todo, luego anduviese con tanto tiento en estos temas.
 La espera en aquella sala se me hizo eterna, por más revistas que miré todas eran de medicina y cosas de salud, muy fino, pero muy aburrido, la verdad. Y luego la gente: dos mujeres con una barriga  que era como si las hubiesen puesto allí para que no se me olvidase lo que me podía pasar si no tomaba anticonceptivos. También había una señora mayor que iba con otra más joven y que no paraban de cascar todo el rato acerca de una conocida que había dejado al marido en la calle. Como el tema estaba mucho más interesante que las revistas, puse la oreja a ver qué pasaba , porque él se había liado con otra y ella, la mujer oficial, estaba pasándolo muy mal, sobre todo por los niños.

 Marta, que se empeñó en acompañarme a la consulta, pegó la hebra con un señor que no sé qué pintaba allí, digo yo que iría de acompañante de alguien, y empezaron a hablar de lo que se habla mucho en las salas de espera de los médicos, o sea, de enfermedades, porque todo el mundo tiene algún conocido que se acaba de morir o que está en ello.
  Cuando me llamó la enfermera, la charla de la joven y la menos joven estaba en su momento álgido, y estuve a punto de ceder mi turno a otra paciente para no quedarme sin saber lo que iba a ser de aquel matrimonio arruinado por una pelandrusca, era como un culebrón, y ya les había tomado cariño a todos, me sentó fatal no saber cómo acababa, pero Marta me hizo señas y no tuve más remedio que entrar. Ella se quedó en la sala de espera porque dijo que eran cosas muy íntimas y que mejor sería que entrase sola.
  De nuevo las rodillas, supongo que al saber que se iban a tener que separar, empezaron a flaquear hasta que me senté allí, delante de la mesa de la doctora esperando que esta hiciese acto de presencia.
  Pero en vez de ella, apareció un tío de bigotes, con el pelo canoso y una barriga sospechosa, seguido de un jovenzuelo, al que le sobraban tres tallas de bata y con unas gafitas que le hacían parecer un ratón de biblioteca.
 Mosqueo inmediato por mi parte, pero a la vez intenté calmarme a mí misma pensando que la doctora Ponce estaría en el cuarto de al lado viendo otra paciente o algo así.
  El caso es que el hombre dijo que iba a hacerme la historia, y en efecto, no pudo definirlo mejor, porque sólo le faltó hacerme un árbol genealógico con tanto preguntarme por toda mi parentela.

  Es curioso, porque yo no sabía que para hacerse una consulta de ese tipo había que sacar a relucir todos los antepasados vivos y muertos, creo que llegamos hasta el hombre de Atapuerca.
 Yo me estaba poniendo de lo más nerviosa con tanto preguntarme si mis padres estaban sanos, si vivían, si tenían  esto o aquello, ganas me dieron de decirle que estaban muy sanos, pero que si se llegaban a enterar de lo que su única hija estaba haciendo dejarían de estarlo de inmediato.
 Después pasó a hacerme preguntas de otro tipo, a mi modo de ver, totalmente inútiles para el tema que nos ocupaba, porque ya me dirán a mí que tiene que ver la vida sexual con el estreñimiento, por ejemplo, pero bueno, procuré contestar a todo como una chica buena.
-Con el estómago ¿qué tal andas?- me preguntó muy serio.
 Estuve a punto de decirle que no lo había intentado nunca porque debe de hacer muy feo andar por ahí con el estómago teniendo dos piernas para ello, pero una vez más me mordí la lengua y dije sólo “bien”, por decir algo.
 Pero lo que menos gracia me hizo fue cuando empezó la tanda de preguntas indiscretas y que además, yo no sabía cómo contestar.
 -En las relaciones sexuales ¿quedas satisfecha?
 ¡Ay qué gracia! ¿Y yo qué sabía? Se suponía que iba allí para averiguarlo ¿no?
 -Pues…no lo sé- le dije poniéndome como un auténtico tomate.
¿Dónde estaba aquella maldita doctora que no acababa de salir?
 Yo, para esas alturas ya no sabía nada, me sentía totalmente perdida con aquellos dos hombres esperando que les contase si yo quedaba bien o mal, y ante la mirada interrogante de la enfermera que, bolígrafo en mano, se impacientaba por apuntar otro dato más en aquella extensísima historia que me estaban haciendo, que ni la del Imperio Romano tuvo tantos detalles, vamos.
 -Soy virgen- dije por fin, y agaché la cabeza como si hubiese cometido una fechoría imperdonable, como si hubiese reconocido que lo del toro de Manolete era una bola, que en realidad le había matado yo.
  Por un momento pensé que me iban a poner contra la pared y a hacerme fotos de frente y de perfil, como en las películas policíacas, pero no, sólo se me quedaron mirando mientras el paisano se estiraba los bigotes, y el otro, el jovencito, me observaba por encima de las gafas embutido en su enorme bata blanca.
 -¿Que eres virgen?- dijo el más mayor- ¿Y entonces a qué vienes?
   ¡Qué horror! Sentí unas ganas tremendas de meterme debajo de la mesa y no salir nunca más de allí, pero como tampoco me pareció el mejor lugar del mundo, decidí terminar de una vez por todas con aquel martirio chino y llevarme mis pastillas que para algo estaba yo allí sudando tinta china.

 -Por los anticonceptivos, ¿O no hay que venir aquí?
  Se me pasó por la cabeza la fugaz idea de que tal vez me hubiese confundido de piso y estuviese en casa de un abogado mercantil o de un perito agrónomo y quizás, por eso se extrañasen tanto, pero en seguida la descarté, porque a un perito tampoco podía interesarle mucho si yo tenía o no escozor al orinar, como ya me habían preguntado.
 -Sí, sí- contestó el bigotudo, ya más recobrado de tamaño hecho inaudito- haces bien, claro, claro. Ya que estás aquí, te exploraremos. Pasa para allí.
 “¿Cómo que te exploraremos?” pensé,  “Que estamos hablando de unas pastillas, no de un safari a Kenia, caramba, aquí no hay nada que explorar”
                   Se suponía que yo había ido a la consulta de una doctora que todavía no había hecho acto de presencia y mientras tanto, aquel hombre hablaba como si fuese a llegar un autocar de turistas para explorarme a mí, con la de sitios que hay por ahí sin descubrir.
  La enfermera me acompañó a un pequeño cuarto lleno de telares y con un inequívoco olor a “consulta de médico”, que no sé por qué, tienen un aroma especial.
  -Quítate toda la ropa y túmbate aquí, ahora vendrá el doctor con su ayudante para reconocerte.
 ¿Para reconocerme? Pero si con todas las preguntas que me habían hecho deberían de reconocerme entre mil.
  -Un momento ¿dónde está la doctora Ponce?
  -La doctora está de vacaciones- dijo la enfermera, mientras esperaba a que yo me desnudase, con una sabanilla blanca extendida, como si fuese a torearme.
 ¿De vacaciones? ¿De vacaciones en pleno invierno? ¡Pero bueno! ¿A quién se le ocurría? Me sentó tan mal, tan mal que me dieron ganas de salir corriendo.
  -Entonces creo que voy a esperar a que vuelva, total, lo mío no es urgente- dije dispuesta a irme ya mismo.
  -¡Pero mujer! ¿Cómo vas a hacer eso? No se puede dejar una consulta a medias, si es sólo un momento…
   ¡Caramba con el momento! No supe lo que era más indignante, si salir corriendo de allí y dejar que aquellos tres se mondasen de risa a costa mía o quedarme y pasar el mal trago de una vez por todas.
   Recordé a Marta: “Son médicos, están hartos de ver siempre lo mismo” y decidí quedarme, sobre todo  para demostrarme que yo no era menos que nadie, y que al fin y al cabo, aquello no podía ser tan nefasto.
         Y no me equivoqué, no fue nefasto, fue mucho peor.





                          

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